Madrileando

Despedirse en la América

Estación de buses interurbanos de la Estación de América, en Madrid. Foto tomada de tulankide.com

La estación se llama de América y es parte de la red subterránea del metro de Madrid. Es un viernes por la mañana –aunque bien podría ser el inicio de cualquier feriado–. En las escaleras, pasillos, a la orilla de un tren, se deja ver, como siempre, gente con destino a sus quehaceres diarios; con apuro, el móvil en una mano –o quizás un libro digital o de papel–, mientras la otra extremidad arrastra el equipaje con el que dejarán la ciudad una vez que termine su jornada.

Carla Flores es madrileña y tiene veintinueve años; trabaja para una empresa de telefonía móvil y prefiere ir de pie para no incomodar con su maleta en los asientos del tren. Está contenta. Ya es fin de semana, dice, y viajará después de “veintiún largos días a Logroño” para ver a su hermano y sus dos gatos. Cuenta que saldrá de la misma estación –de América– a las diecinueve menos veinte y que, como muchos, prefiere llevar consigo el equipaje para no tener que volver por él después del trabajo.

La Estación de la Avenida América está ubicada en el distrito Chamartín. Enlaza las líneas Cuatro, Seis, Siete y Nueve del metro de Madrid y las líneas de autobuses de EMT terminales e interurbanos y de largo recorrido que van por la carretera Barcelona A-2. Cuenta con un tráfico importante de gente prácticamente a toda hora. Al mediodía y por la tarde, sobre todo, en sus pasillos se dejan ver –escuchar– músicos que con violín en mano, acaso una guitarra, un saxofón o la voz, ambientan el trajinar acelerado de quienes transitan por allí.

Metro Madrid, Avenida de América. Foto tomada de Wikipedia

 

Por la tarde, alrededor de las dieciocho horas, se reconoce –de nuevo– a los viajeros que apoyan el equipaje sobre las escaleras eléctricas que llevan a la terminal de buses interurbanos. Hay largas filas para comprar boletos en PLM y ALSA. Gente que aprovecha para sacar algún alimento de las máquinas, que revisa la tableta, el ordenador, el ebook, mientras espera su partida en las frías bancas de metal.

Casi no hay lugar para nostalgias. Como en cualquier terminal de autobuses, el proceso es el mismo, casi mecánico. Llega la unidad. Se acomoda el equipaje. Suben los pasajeros. Y el autobús parte a la hora pactada.

Apenas un tipo flaco, que pasa de los treinta años, mira con detenimiento cómo se aleja el último bus con rumbo a Pamplona. Busca, sin éxito, donde comprar un cigarrillo. Deja escapar una bocanada de aire, que se hace vapor, por la boca. Mete las manos en el gabán y camina, pensativo, hasta la salida.

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